Bermuda me mira atónito. “Ni siquiera pasó el diariero”,
parece decirme. Los perros no hablan pero se dan a entender. Él supo hacerlo
desde el vamos, desde esa vez en que yo iba en bici por el camino que pasa por la cremería, para
el lado de Saint Panch Square, y con sus aullidos de cachorro logró hacerse
notar. Era tan chiquito, me acuerdo, que cuando miré para donde los sonidos se agudizaban
primero vi, contra el alambrado, la bermuda hawaiana sobre la que lo habían
acomodado al abandonarlo, y después a él. Ahí nomás me miró y dijo lo suyo, sin
hablar.
Hoy ya me conoce bastante, y su instinto le advierte que
algo sobrenatural debe estar ocurriendo para que en el summum del invierno yo
ya me encuentre en posición erecta y de civil antes de que el cielo termine de
clarear. Este día es para mí lo que el lunes para los que comienzan una dieta, lo que la medianoche televisiva para los que
esperan una redención evangélica: pare de sufrir, me dije. Hoy empieza el fin
de un hundimiento que no fue como el del Titanic, sino bien mediocre: le voy a
poner el pecho al frío. Después de haberlo padecido hasta la médula, incluso de
haberlo calumniado públicamente en Piache, tratándolo de “error de la
naturaleza”, decidí que es mejor pasar el invierno con la frente alta y no con
un absurdo complejo de brasileña deportada, sobre todo si tengo en cuenta que
nunca salí de Saint Panch y siempre estuve más cerca de la bagna cauda que de
la feijoada.
Ya mismo voy a sacar a pasear a Bermuda: las nuestras serán las
primeras seis heroicas huellas sobre la escarcha. Basta de usarlo como bolsa
viva de agua caliente, ¡a devolverle su dignidad de perro!. Con ese lema atravieso
el living, seremos una trinidad con el alba. Bermuda entiende aunque no le
hable y literalmente: raja, va directo a refugiarse bajo la “estufa culera”,
como le decimos en casa. Conoce esa tibieza artificial que puede contra la voluntad de mis nalgas.
O, mejor dicho, la recuerda, porque la
llama está en piloto desde anoche, cuando nos fuimos a la cama.