lunes, 19 de noviembre de 2012

EL PLAN PILOTO






Bermuda me mira atónito. “Ni siquiera pasó el diariero”, parece decirme. Los perros no hablan pero se dan a entender. Él supo hacerlo desde el vamos, desde esa vez en que yo iba en bici  por el camino que pasa por la cremería, para el lado de Saint Panch Square, y con sus aullidos de cachorro logró hacerse notar. Era tan chiquito, me acuerdo, que cuando miré para donde los sonidos se agudizaban primero vi, contra el alambrado, la bermuda hawaiana sobre la que lo habían acomodado al abandonarlo, y después a él. Ahí nomás me miró y dijo lo suyo, sin hablar.
Hoy ya me conoce bastante, y su instinto le advierte que algo sobrenatural debe estar ocurriendo para que en el summum del invierno yo ya me encuentre en posición erecta y de civil antes de que el cielo termine de clarear. Este día es para mí lo que el lunes para los que comienzan una dieta,  lo que la medianoche televisiva para los que esperan una redención evangélica: pare de sufrir, me dije. Hoy empieza el fin de un hundimiento que no fue como el del Titanic, sino bien mediocre: le voy a poner el pecho al frío. Después de haberlo padecido hasta la médula, incluso de haberlo calumniado públicamente en Piache, tratándolo de “error de la naturaleza”, decidí que es mejor pasar el invierno con la frente alta y no con un absurdo complejo de brasileña deportada, sobre todo si tengo en cuenta que nunca salí de Saint Panch y siempre estuve más cerca de la bagna cauda que de la feijoada.
Ya mismo voy a sacar a pasear a Bermuda: las nuestras serán las primeras seis heroicas huellas sobre la escarcha. Basta de usarlo como bolsa viva de agua caliente, ¡a devolverle su dignidad de perro!. Con ese lema atravieso el living, seremos una trinidad con el alba. Bermuda entiende aunque no le hable y literalmente: raja, va directo a refugiarse bajo la “estufa culera”, como le decimos en casa. Conoce esa tibieza artificial  que puede contra la voluntad de mis nalgas. O, mejor dicho, la recuerda,  porque la llama está en piloto desde anoche, cuando nos fuimos a la cama.

MOSTRAME LA MEDALLA






Había pica entre la Luci y la Yani: las dos habían estado ese verano con el mismo bañero.
La Luci había conseguido, una tardecita, darle unos besos sobre el techo del Sport,  justo encima de la cantina donde a veces las chicas merendaban o iban a buscar agua para el mate. Ni le importó dejar la bici arrinconada en el club, y que en su casa, luego, la retaran, porque él la había llevado en su Hondita Dax: en el trayecto habían pasado por el centro, y él se había dejado ver  con ella, juraba. Pero no había pruebas. La Luci era medio fantástica, y además, según los varones del curso, en los danzantes siempre calentaba la pava. A la Yani, en cambio, la habían visto con él,  haciendo algo, en el escondite detrás de la  cancha de paddle, ahí donde las chicas también se juntaban a veces para aprender a fumar. La Yani, además de ser más corpulenta que ellas, era la única que ya se maquillaba. Y se ponía una malla entera bien cavada, que parecía la de una vedette. Daba para creerle todo lo que confesara, pero ella nunca decía nada. Ni siquiera que usaba tampones, eso lo sabían por la Eva, la encargada del vestuario, que las revisaba en busca de liendres y también les daba consejos de higiene personal. Pero tres de ellas ni menstruaban.
La Luci y la Yani todavía no  se aplacaban por lo del bañero, pero él ni las registraba. Su silla estaba, como siempre, rodeada de varias chicas que parecían todas las mismas: las  de las promos en la Rural, las tarjeteras de los boliches, las modelos del  excéntrico coiffeur de Saint Panch. La Luci se sabía en notable desventaja: hasta ahí había llegado el interés del bañero por ambas.¿Cómo iba a ponerse a la par de Yani ? Por algún otro lado: empezó esa tarde, como quien no quiere la cosa, por pedirle prestadas las sandalias.

EL PELIGRO DE LOS MUEBLES DE MADERA








En Saint Panch hay quienes todavía llaman “mueble” a ese “lugar donde podamos estar más tranquilos”. Claro que el término no es utilizado directamente ante la segunda persona en cuestión: al señor que te lo propone, con cualquier otro eufemismo de emergencia, del tipo “vamos a ponernos cómodos”, podrías escucharlo en otro momento, en plena charla grupal, reproducir algún chusmerío y referirse a otra pareja en la mira con comentarios que desembocan en la curiosa palabra. “Parece que los vieron salir del mueble”. Se supone que el mueble innombrable es la cama, aunque de ella también se podría prescindir en esas situaciones, en las que el deseo del techo propio tiene hora de vencimiento.
Ese verano se había llovido todo y “El Pasadizo” trabajaba a más no poder. “Estos van para el matadero”, se divertían diciendo algunos. Tal vez porque en Saint Panch el lugar para ir a matarse y el sitio de mala muerte para el ganado, ahora vacío, quedan para el mismo lado.
Fui a ducharme y no quise ponerme las ojotas descartables que estaban en la mesita de luz. La sospecha del reciclaje, en esos lugares, es permanente. Al mismo tiempo que romí el sachet del champú sentí un ardor en la planta de pie que me hizo lanzar un grito muy distinto a los que se oían desde otros cuartos.
Rengueando llegué hasta la cama en busca de ayuda. Mi coequiper me miraba con las manos cruzadas detrás de la nuca. “¡Me picó un alacrán!”, le despaché enfurecida. Súbitamente recordó las instrucciones que en esos días daban por el canal. “¡Hay que guardar el bicho!”, me dijo. Lo metimos en el vasito que te dan para enjuagarte la boca y lo tapamos con el mismo nylon con el que simulan la asepsia de los elementos del baño. Envenenada, me hice llevar a la Asistencia. Ya no pude ponerme las panty de fantasía. Las enrosqué así nomás, con bronca, y las metí en la cartera, mientras el portón levadizo chirriaba.

UNA TIRA DE FALDA







Hay unos cuantos desórdenes metabólicos y espirituales atribuidos a la primavera. Pero esto que sucede es bien llamativo: la estación de las flores tomó posesión del cuerpo de Romi del modo menos pensado. Mi amiga se inscribió en un taller de costura, y la desconozco. Ese ser que, igual que yo, durante tantos años renegó de una aguja  para otro uso que no fuera el de revolver algún pelito encarnado, o empujar una cutícula con el extremo inofensivo, el del ojo, de golpe muestra interés por la utilidad menos original que podía dársele a este objeto: coser. “Así después podemos diseñar”, dice, buscando una futura socia para su habilidad manual. Me pregunto si en su fantasía nos augura una carrera como la de las Oreiro, pero con menos carne que un aguacil, como diría mi papá. Y el solo hecho de pensar que en vez de colmar pasarelas con vestidos para divas de aire retro, terminaríamos imponiendo nuestra marca en las recepciones de fin de año, esas de las que tantas veces nos burlamos, me hace desearle una pronta recuperación. “Nunca entendimos qué diferencia  hay entre el atuendo de una colegiala egresada  y el de un hada en una torta de bautismo, aparte del tamaño”, trato de disuadirla. “No te preocupes, por mucho tiempo no voy a poder salir del rectángulo”, me contesta. Parece que así como los escritores  sufren “el síndrome de la hoja en blanco”, las aspirantes a modistas experimentan “el mal del rectángulo”: lo fácil de hacer una pollera a partir de una tira rectangular de tela, con un dobladillo y un elástico en cada extremo del cuadrilátero en cuestión, tienta, y algunas nunca pasan de allí. Ella podría ser una. No necesito hojear Piache esta vez en busca de una tendencia: sé que para Romi y para mí, esta primavera, se impone la tira de falda.

viernes, 6 de julio de 2012

NATURALEZA DE LA AMISTAD








Llego al bar de mi amigo desmoralizada. Detrás de una hilera de copas por lavar, Mariano me mira incrédulo.

-¿Viniste a la matinée?-me lanza y manda una carcajada-. Todavía no abrimos, mirá que acá no damos la merienda.

-No seas guacho…

No me importa quedar en ridículo. Para eso necesitamos a los amigos, ¿no? Tampoco me preocupa mostrarme indefensa.

-Y con lo que te voy a decir te vas a reír todavía más: necesito una granadina con soda, decime que tenés.

-Dejate de joder, la última vez que vi eso en un vaso vivía mi abuela todavía.

-Dale, preparame una.

-¿Qué te pasa, estás en una regresión?

-Y sí, un poco, necesito un mimo.

-Andá que en la esquina hay uno haciendo malabares frente al semáforo.

-Ay, vine para que me contengas, no para que me hagas chistes.

-No te me hagas la bebota. ¿Querés la granadina en mamadera también?

Por un instante lo logra. Me avergüenza.

-Vos dejame a mí, yo te voy a dar algo que vas a ver cómo te levanta enseguida- asegura con firmeza mientras esgrime un pepino de dimensión considerable.

 La hortaliza, la contundencia de su carne, amenaza directamente mis certezas sobre el límite entre amistad y lo demás.

-Vas a ser la primera en probar el Cucumber, lo aprendí en el último curso de barman.

Mariano busca la coctelera y yo respiro: mis certezas sobre esa delgada línea pueden tirar un par de encuentros más. Lo miro seccionar el pepino en finas láminas, pienso que es la vez que más cerca de la naturaleza lo vi.

-Bueno, pero dejame tomar algo de agua antes.

Voy hacia la cocina y de paso recién noto que, efectivamente, todavía están bajas las persianas del bar.

LECCIÓN DE AMOR






No es que le haya dado la espalda a los vientos de la moda que soplaron mientras yo maduraba, ni que mantenga un peinado porque quiero aferrarme a una edad petrificada como si fuera un tesoro patagónico. Tampoco falta de aspiraciones, de extravagancia. El quid de la cuestión peluquera, la razón por la que vengo perpetuando más allá de todo buen gusto la raya al medio tiene su origen en la primaria, allá por séptimo. Algo así como la prehistoria, una era en la que la birome empezaba a colonizar los pupitres pero para la mayoría el elemento de escritura por excelencia seguía siendo la lapicera fuente, ama y señora de la cartuchera, que justamente le debe el nombre a los cartuchos de tinta de repuesto que había que tener para dicho instrumento.  Bueno, para el Pepi la lapicera fuente más que un instrumento era un arma. Sentado en el último banco, por alto y grandote entre otras distinciones que completaban su prontuario, ni cartuchos necesitaba. Tenía una estrategia de seducción, como dirían los del marketing, un tanto agresiva. Con la fuente vacía, pero la punta metálica de ese útil, que terminaba en una bolita, lista para la acción, apuntaba y luego llamaba a alguna de las chicas de adelante. Ese día sonó mi nombre y con ternura virginal giré. Vi los ojos divertidos del Pepi pero también a la lapicera volando como un dardo de cultura cuya lección quedó para siempre grabada en mi sien. En esa época nada sabía de inscrustaciones ni piercings o cualquier otra perforación con onda. La única solución para salir medianamente airosa del atentado fue armar un escándalo que logró que al Pepi lo mandaran a Dirección y que yo encontrara, por accidente, mi look de batalla por los siglos de los siglos: la raya al medio para esconder la herida del amor platónico

FLOR DE PIEL






¿Probaste alguna vez la carne de nutria? Preguntó mi potencial príncipe. Era una de esas típicas citas a ciegas disfrazadas de cena, ideada por una pareja amiga. La consulta de mi candidato fue para mi celestino, al llegar el menú. Qué dulce, busca hacer alarde de exotismo, pensé y al mismo tiempo decidí que no era buena noche para contar mi reciente agremiación al vegetarianismo. Provocador, fantaseaba yo, se inventa un placer retorcido para dar un golpe de efecto, quiere seducirme con su costado sibarita. O no, seguí, tal vez se muestra caníbal para que lo  imagine igual de salvaje en la intimidad. Puso fin a mis divagues cuando arrancó con los detalles escabrosos: "es re tierna, jugosa, muy magra porque el bicho es super movedizo, juega un montón en el agua, chapotea, vieras qué lindo... un tipo que vive en Marull siempre me reserva alguna en la edad justita". De golpe mi futuro simpatizante se había convertido en un destripador serial, sentí. Impensable besarlo alguna vez de sólo recordar que sus glándulas salivales se excitaban ante los cuartos traseros sin vida de ese animalito de mis cuentos infantiles. Tan entusiasmado estaba con su descripción que ni me había mirado. Cuando lo hizo mi rostro exhibía el horror de Caperucita ante el lobo feroz. Lo notó e intentó revertir algo de esa imagen, contenerme: "no te asustes, reina, no es que las matan para comerlas, las matan por la piel, que es bárbara, entonces aprovechar la carne es hacerles bien. Si pasás la prueba de amor te espera un tapado que era de mi tía abuela: pura nutria sin depilar, un lujo que sólo la elegida se merece", dijo, y me guinó el ojo a lo Gary.